Al amanecer del siglo xix los Estados latinoamericanos emergentes buscaron nutrir a la nación —su nueva identidad colectiva, la anterior fue la monarquía hispánica— construyendo imaginarios; como menciona Pérez Vejo (2003): “[…] primero se proclamaron Estados son nombres de naciones inexistentes y después se construyeron éstas” (p. 289). Los diferentes proyectos nacionales, pasada la efervescencia de los movimientos que resultaron en noveles patrias, se encontraron con la problemática de contar en sus nuevos Estados con situaciones que no correspondían a sus ideas nacionalizadoras, por ejemplo: poblaciones de distinta procedencia étnica con diversos grados de mestizaje, distintas identidades (se era vizcaíno, montañés o vasco, entre muchas otras), distintas costumbres y/o variadas lenguas que por su extensión no correspondían con el desde entonces llamado territorio nacional.